Este 5 de marzo se cumplirán diez años de la desaparición física de Hugo Chávez Frías, de su siembra, y es justo y necesario recordar el legado que dejó su fulgurante paso por Venezuela y América Latina y el Caribe. Como antes ocurriera con Fidel con el triunfo de la Revolución Cubana, la irrupción de Chávez en la política de su país rápidamente se internacionalizó y alcanzó una proyección no solo continental sino también mundial.
No sería una exageración afirmar que 40 años después del triunfo de la epopeya de los guerrilleros de Sierra Maestra –recordemos que el bolivariano asume la presidencia de su país en 1999– la historia contemporánea de Nuestra América fue conmovida por esos dos terremotos políticos personificados en las figuras de Fidel y Chávez que modificaron irreversiblemente el paisaje político y social de la región.
En una operación de una sabiduría y audacia infinitas Chávez resucita políticamente a Bolívar, lo libera del inocuo panteón en donde había sido confinado por el pensamiento oficial y lo convierte en un una irresistible fuerza política. Parafraseando a Antonio Gramsci: en un «mito viviente», que crece desde el extremo norte de Sudamérica y que en un par de años se convierte en grito de guerra de las masas irredentas de Latinoamérica y el Caribe en su decisivo combate contra el ALCA. Lector incansable y dueño de un vasto acervo cultural, Chávez recogió las banderas que habían sido izadas por Fidel y su exhortación martiana a luchar por la Segunda y Definitiva Independencia de nuestros pueblos y las enclavó en el fértil terreno de la olvidada tradición bolivariana. Con Chávez se hizo realidad aquello que retratara el verso de Pablo Neruda cuando el Libertador dijera que «despierto cada cien años cuando despierta el pueblo». Con la rebelión del 4 de febrero de 1992 Chávez acabó con el letargo de su pueblo, rebelión que, «por ahora», cómo él mismo lo dijo, había sido derrotada.
Pero él sabía que ese pueblo ya estaba alistándose para librar las grandes batallas a las que había sido convocado por Bolívar, reencarnado en los cuerpos y las almas de millones de venezolanas y venezolanos que se lanzaron a las calles para instalar a Chávez en el Palacio de Miraflores. Y cuando la conspiración del imperialismo y sus peones locales quiso poner fin a ese proceso el 11 de abril de 2002, dos días más tarde una inmensa movilización popular hizo saltar por los aires a los lúgubres emisarios del pasado y reinstaló al comandante Chávez en la presidencia.
Avances sociales
Los diez años transcurridos desde su siembra otorgan una perspectiva suficiente como para evaluar los alcances de su frondoso y multifacético legado. Los avances económicos y sociales experimentados por el pueblo venezolano, hoy atacados con feroz salvajismo por el desenfreno norteamericano y la infamia de sus lugartenientes locales, son importantes pero no son lo esencial.
A nuestro juicio lo fundamental, lo esencial, es que Chávez produjo una revolución en las conciencias que cambió para siempre la cabeza de nuestros pueblos, dentro y fuera de Venezuela. Y esto es un logro más significativo y perdurable que cualquier beneficio económico. Sin este, y sin la firme conducción del presidente Nicolás Maduro como consumado «piloto de tormentas», Venezuela habría sucumbido ante la «guerra de espectro completo» que le declaró Barack Obama cuando, el 9 de marzo del 2015, emitió una infame orden ejecutiva por la cual declaraba a aquel país como una «amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y a la política exterior de Estados Unidos». Guerra que se exacerba cuando Donald Trump se instala en la Casa Blanca y llega a extremos ridículos –y criminales– como el de designar a un ignoto y mediocre tipejo como «presidente encargado» de Venezuela a la vez que redoblaba las agresiones contra la patria de Bolívar y Chávez. Política que, digámoslo de una vez, en líneas generales continúa con Joe Biden, si bien con algunos matices. Y si el «bravo pueblo» venezolano resistió y resistirá es porque durante casi 13 años había sido educado e informado por Chávez con su programa dominical Aló presidente, concientizando en el sentido freiriano a su población y enseñándole lo que está en juego en la interminable lucha contra el imperio, presto a arrojarse con saña para saquear las inmensas riquezas que encierra el territorio venezolano.
La prédica educativa de Chávez fue crucial para movilizar a grandes multitudes de toda Nuestra América en la decisiva batalla en contra del ALCA. De haberse aprobado, este habría uncido con cadenas de hierro a nuestros países al yugo estadounidense. En ese combate se dieron cita dos colosos de nuestra vida política: el viejo estratega que desde Cuba exhortaba y procuraba organizar a los pueblos de la región para conquistar nuestra emancipación política, económica y cultural; y Chávez, convertido en el imprescindible mariscal de campo que Fidel necesitaba para librar con éxito la batalla de Mar del Plata en noviembre de 2005.
Por eso Chávez fue un líder enorme de la Patria Grande; un digno discípulo de Bolívar y, por su capacidad didáctica, un aventajado alumno de Simón Rodríguez, el gran educador del Libertador. Con Chávez la historia venezolana y de gran parte de Nuestra América abre un nuevo capítulo. La larga marcha iniciada casi exactamente un año antes de su nacimiento en Barinas cuando Fidel comandó el asalto al Moncada el 26 de Julio de 1953 recibió un impulso decisivo cuando el bolivariano asumió la presidencia de Venezuela. Antes Fidel había descubierto, con su visión de águila, las excepcionales cualidades de liderazgo latentes en Chávez cuando buena parte de la opinión pública latinoamericana y europea no daba un cinco por él. Fidel, como estratega continental, acertó en su elección y Chávez cumplió con creces esa función no solo en la batalla librada contra el ALCA en 2005 sino hasta el final de su vida.
En el CCC
Chávez demostró sus dotes de estadista y estratego cuando reinstaló el tema de la actualidad del socialismo en momentos en que el neoliberalismo campeaba sin contrapesos en Nuestra América; cuando potenció extraordinariamente el sentimiento antiimperialista dormido por siglos; cuando rescató la centralidad de la unidad de nuestros pueblos y la plasmó en iniciativas y en instituciones concretas como el ALBA, la UNASUR, la CELAC, Petrocaribe, TeleSUR, el Banco del Sur, etcétera. Tuvimos la inmensa fortuna de escucharlo en dos ocasiones en la Sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación, en 2003 y 2007, y en ambas nos deslumbró con su inteligencia,su simpatía y su entrañable calidez.
Chávez fue una máquina imparable de generar propuestas y políticas concretas de unidad y autodeterminación regional, y por eso es que se convirtió en el enemigo público número uno del imperio. Esto marca definitivamente la gravitación universal del bolivariano por contraposición a la absoluta indiferencia que en Washington despierta la inocua ultraizquierda vociferante de Latinoamérica (y también de Europa) que hizo de su visceral crítica y repudio a Chávez el leitmotiv de su existencia y hoy dispara sus dardos contra el Gobierno bolivariano.
Chávez pagó con su vida su audacia revolucionaria, su lucha sin desmayos, alejada de la vacía retórica de sus desastrados críticos. Con las evidencias de que ahora se disponen podríamos afirmar que, apelando con alevosía a los extraordinarios avances de la biotecnología, a Chávez lo mató el Gobierno de Estados Unidos. Esos progresos científicos y tecnológicos hoy permiten perpetrar un crimen y hacerlo aparecer como el desafortunado desenlace de un rutinario problema de salud. Algo similar había ocurrido con Pablo Neruda, Yasser Arafat y el expresidente chileno Eduardo Frei, pero al cabo de un tiempo el mundo supo que sus muertes, aparentemente por «causas naturales», fueron sofisticados asesinatos políticos. Lo mismo ocurrió con Chávez porque el imperio jamás perdona a sus enemigos, y más pronto que tarde moviliza sus formidables recursos de todo tipo para lograr su irreversible eliminación. Por eso hoy es más que nunca necesario recordar el precioso legado político de Chávez.