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Encarnación, Juan Manuel y la pasión en tiempos de cólera

Durante 25 años compartieron la vida, el amor y la política. Él a nadie quiso más que a Encarnación. Ella fue ladera y aliada incondicional de Juan Manuel. Tuvieron tres hijos y criaron uno más, adoptado. La muerte prematura de Encarnación los separó y él la sobrevivió 40 años.

POR DANIEL GIARONE

El historiador Vicente Fidel López describía a Juan Manuel de Rosas como un macho alto, hercúleo, de semblante rubio, ojos azules y hermosa figura, que tenía un ‘no sé qué’, que avasallaba. Los unitarios decían que Encarnación Ezcurra era una hembra parda, fea y de facciones viriles, apodándola incluso “la mulata Toribia”, en alusión a una cuchillera de la época acusada de matar a varios hombres.

Pero por debajo del odio y de la historia, también de las víctimas y de los victimarios, corría un amor apasionado e incondicional. Una historia que convirtió a Juan Manuel y Encarnación en protagonistas insoslayables de la Argentina en disputa, esa que empezó a nacer apenas se apagaron los sones de la Revolución de Mayo.

Una historia que a la par de colectiva es de a dos, de dos “almas gemelas”, acorde al romanticismo que reinaba en la época. Lucio V. Mancilla, dirá: “La encarnación de aquellas dos almas fue completa. A nadie quizás amó tanto Rosas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella”. Pero en el amor, tal vez más que en la política, los buenos no siempre ganan ni las pasiones alcanzan para cambiarlo todo.

Es que Juan Manuel, que por donde camina a saltos esta historia ya tenía 20 años, y Encarnación, que en los salones no le daban más de los 18 que tenía, se enamoraron de una vez y para siempre. Aún sin considerar que aquel muchacho que había mostrado valor y heroismo en la resistencia a las invasiones inglesas de 1806 y 1807, que mandaba con carisma implacable en campos propios y ajenos, ese muchacho, decíamos, debería enfrentar la voluntad de su madre.

Pero Juan Manuel y Encarnación tenían un plan, como plan tuvieron para casi todo lo que ocurrió después en Buenos Aires, como plan tuvieron en la vida que finalmente llevaron juntos hasta los umbrales mismos de la muerte.

Una carta “olvidada” por ahí

Doña Agustina Josefa Teresa López de Osorio era una mujer de caracter fuerte. Eufemismo para designar autoritario, rígido, implacable. En 1789 se casó con León Ortiz de Rosas, un oficial español que estuvo demasiado tiempo cautivo de los indios. Gobernó las estancias de la familia manteniendo a raya a peones, gauchos e indios. Tuvo diez hijos, el segundo de ellos Juan Manuel, con quien desde un comienzo mantuvo una relación conflictiva.

Cuando Juan Manuel le dijo a mamá Agustina que se había enamorado de Encarnación (integrante de la alta sociedad porteña, para escándalo de los unitarios) y que se casarían inmediatamente, ella ni siquiera levantó la vista de lo que estaba haciendo. “Ni lo sueñes”, sentenció.

“¿O acaso no fue Rivadavia el que acalló el voto de los pobres? Ni mulatos ni paisanos ni iletrados. Ay, querido Juan Manuel, como te necesito aquí, a mi lado”
Encarnación Ezcurra

La negativa materna era imposible de torcer para quien algunos años después se convertiría en un caudillo fuerte y al que no le temblaba el pulso en un país que todavía buscaba una forma de organización y un lugar en el mundo.

El carisma y la voz de mando de Juan Manuel no alcanzaban con su madre. Entonces, la flamante pareja tuvo una idea brillante, que escandalizaría a la pacatería de la época. El joven Rosas “olvidó” una carta de Encarnación sobre una mesa, donde ella le confesaba que estaba embarazada.

Como nada escapaba al control de mamá Agustina está tomó la carta y la leyó. Así comprendió que saber demasiado puede tener consecuencias indeseadas: volvió sobre sus pasos y consentió el matrimonio de su hijo.

Juan Manuel y Encarnación se casaron el 16 de marzo de 1813 y el “embarazo” fue uno de los más largos de la historia. Finalmente, tuvieron tres hijos: Juan Bustista (quien nacería 14 meses después de la amañada carta); María de la Encarnación (quien falleció el día después de nacer); y Manuelita Robustiana (cuya actividad política junto a su padre la convertirá en la heredera política de su madre).

Además, Juan Manuel y Encarnación adoptaron (y criaron como propio hasta los trece años) al recién nacido Pedro Pablo Rosas y Belgrano, hijo de Manuel Belgrano y su amante, María Josefa Ezcurra, hermana de Encarnación, que lo acompañó en la campaña con el Ejército del Norte.

Ni los años ni los nietos aflojaron a mamá Agustina, quien mantuvo una relación tensa con su segundo hijo. Juan Manuel dejó la casa de sus padres dando un sonoro portazo, abandonó la administración de las estancias de la familia y modificó su apellido. Ya no sería Ortiz de Rozas. Se llamaría, simplemente, Rosas.

En la calle codo a codo

“Unitarios, siempre se persignan ante la fuerza. Ellos lo escribieron: impondremos la unidad a palos. Nosotros, los discípulos de Artigas, los que soñamos la Patria Grande, no fuimos los fusiladores de Dorrego; Rivadavia sembró la cimiente unitaria, la violencia de desarmar el ejército de nuestro amigo José de San Martín”.

“Qué otra cosas que violencia puede oponerse a la violencia ¿O acaso no fue Rivadavia el que acalló el voto de los pobres? Ni mulatos ni paisanos ni iletrados. Ay, querido Juan Manuel, como te necesito aquí, a mi lado”.

“Las unitarias, querido amigo. Las unitarias van detrás de los maridos y de lo que se cuchichea en los salones. Ellas tienen la monarquía en la cabeza, entre las piernas, y en esa manera de dirigirse a la pueblada. Siempre mandando y nunca dando ni prometiendo nada”.

“A ellas no les gusta ser del pueblo y al pueblo no le gusta tanta doña afrancesada. El pueblo es otra cosa: el pueblo es Federal, el pueblo es mondongo, candombe, mozambique, molembós y, desde luego, balazos y cuchilladas, y yo, soy del pueblo. Las unitarias nacieron para esconderse en la frontera. Y yo nací para mandar entre los míos. Y los mios me obedecen y los ajenos me temen”.

Así escribía Encarnación; una mujer de carácter fuerte, una mujer impetuosa que podía llegar a ser impiadosa. Así le escribía Encarnación a Juan Manuel en 1833, cuando este participaba de la Campaña del Desierto y ella militaba su vuelta al gobierno en Buenos Aires. Así escribía una mujer que era protagonista de la política cuando ésta era patrimonio exclusivo de los varones.

Las pasiones no se mezclan, son una sola. Y la de Encarnación era Juan Manuel y la de Juan Manuel era Encarnación, y la de ambos era la política, era la Argentina desgarrada por los enfrentamientos entre unitarios y federales que siguieron a la independencia de España.

Somos mucho más que dos

Rosas fue proclamado gobernador de Buenos Aires por la Legislatura el 8 de diciembre de 1829. Era el fin de una década de enfrentamientos, donde con el último directorio se habían disuelto los poderes nacionales y las guerras civiles que enfrentaba a al puerto con las provincias parecían menguar, aunque finalmente se extenderían hasta la segunda mitad del siglo.

Juan Manuel gobernó hasta 1832 con Encarnación como ladera, compañera y aliada, mientras la disputa entre las provincias demoraba la organización nacional. Su gobierno contribuyó al progreso de Buenos Aires y a la pacificación de la frontera con el indio.

Aquel mismo año Rosas fue reelecto por la Legislatura, pero decidió dar un paso al costado para construir nuevas condiciones que le permitieran enfrentar a una oposición férrea y decidida a terminar con él; Juan Ramón Balcarce, un federal no rosista, asumió el gobierno.

Alejado del gobierno, Rosas coordinó con las provincias de Mendoza, San Luis y Córdoba la llamada “Campaña del Desierto”, con el objetivo de avanzar sobre la frontera de los territorios dominados “por el indio”. La política de Rosas hacia los pueblos originarios alternó tratados de paz, reconocimiento y exterminio.

Pero en Buenos Aires pasaban cosas. Y en casi todas ellas estaba Encarnación. Mientras el prestigio de Rosas crecía gracias a su protagonismo en la frontera el enfrentamiento interno entre los federales condujo a la Revolución de los Restauradores. Así una sublevación popular (alentada por Encarnación) terminó con el sitio de la ciudad, la renuncia de Balcarce y el camino allanado por el regreso de Juan Manuel al poder.

El protagonismo de Encarnación incluyó también la formación de la Sociedad Popular Restauradora, auténtico brazo político del rosismo que tuvo en La Mazorca su expresión militar.

Heroína de la Federación

Rosas volvió al gobierno en abril de 1835 en un país sacudido por el asesinato de Facundo Quiroga y donde recrudecía la violencia política. Después de ser designado por la Legislatura, el Restaurador recibió el respaldo popular a través de un plebiscito.

Con plenos poderes y un liderazgo imponente, Juan Manuel gobernaría hasta 1852, cuando fue derrotado en la Batalla de Caseros. A su lado, como mujer y como militante política, estuvo Encarnación, ya proclamada “Heroína de la Federación”.

Pero la muerte no entiende de amores, oportunidad ni títulos y le arrebató la vida el 20 de octubre de 1838. Encarnación Ezcurra solo tenía 43 años, 25 de los cuales compartió con Juan Manuel de Rosas.

Los restos de Encarnación fueron acompañados por unas 25.000 personas, la mitad de la población porteña de aquel entonces.

Cuando Juan Manuel supo de la muerte de su esposa se encerró con el cadáver y, sosteniéndola en brazos, lloró en soledad. Los funerales se convirtieron en un acto político y popular sin precedentes.

El cortejo fúnebre unió el Fuerte de Buenos Aires (sede del gobierno y ubicado en el mismo sitio que hoy ocupa la Casa Rosada) con el Convento de San Francisco (hoy Belgrano y Defensa), del cual Encarnación era devota.

“PARECÍA DORMIDA”

En 1925 la familia de Ortiz de Rosas decidió trasladar el cuerpo de Encarnación Ezcurra del mausoleo Máximo Terrero a la bóveda que poseía en el cementerio de la Recoleta. Pero las cosas no ocurrieron como se esperaba. Después de 87 años el cuerpo estaba intacto.

“Al abrirse el ataúd vimos que el cuerpo de doña Encarnación estaba intacto, incorrupto, tal como si acabara de morir. Los cabellos, la piel de la cara y de las manos, conservaban su integridad, lo mismo que el resto del cuerpo”, contó años más tarde el obispo Marcos Ezcurra, presente en la ceremonia. “Si parecía dormida”, asumió el religioso.

“Hasta las flores secas podían reconocerse con facilidad. Muchos parientes se llevaron, como recuerdo, algunas… No pudo utilizarse la urna para sus despojos. El cadáver fue inhumado por segunda vez, tal como estaba… Allí, a través del cristal, puede verse el rostro intacto todavía”, recordó.

El cuerpo fue acompañado por unas 25.000 personas, la mitad de la población porteña de aquel entonces. Juan Manuel dispuso dos años de luto. Él todavía tenía un largo camino por delante. Pero ahora debió recorrerlo en soledad.

Rosas moriría el 14 de marzo de 1877, casi 40 años después que Encarnación, en el exilio inglés y con su hija Manuelita al lado. Una mujer, otra mujer, que lo acompañó en su apuesta por cambiar la historia.

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