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Elogio de las vísperas: la carta de Perón a Evita tres días antes del 17

El politólogo, periodista y escritor Hernán Brienza recuerda una carta del domingo 14 de octubre de 1945, cuando Perón estaba confinado en la isla Martín García.

POR HERNÁN BRIENZA

Todos los octubres me recuerdan a Juan Domingo Perón. No por las necias fechas que todos celebran -el cumpleaños del movimiento y el Día de la Lealtad- sino por ciertas vísperas que hacen que la vida me siga pareciendo insondable, que la mire con el misterio profundo “con que un niño se para frente a Dios”.

Me refiero exactamente al día 14 de octubre de 1945. Hay en esa cita exacta uno de esos instantes que alumbran el pasado y nos permiten negar la historia como un plan secreto, como una gran conspiración, como un destino. Significa esa tarde soleada de octubre una bofetada a la voluntad humana como conductora de los hechos.

Pero en esas vísperas también pueden ser desgranados entre los dedos los vestigios de un plan secreto, del complot de la fatalidad, como designios atávicos.

Es decir, ese 14 de octubre existe para recordarnos que todo continúa siendo posible: el azar, el destino, Dios y la nada.

Toda víspera es un arma cargada de futuro. Derrotado, con sus cincuenta años recién cumplidos, Perón estaba confinado en la isla Martín García -ese bastión de la lucha independentista contra realistas, portugueses, franceses e ingleses y que ya había albergado a Hipólito Yrigoyen, tras su derrocamiento-

“Mi adorable tesoro: sólo cuando estamos apartados de quienes amamos, sabemos cuánto les amamos”, decía en su carta a Evita.

Era un hombre que ya había dado lo mejor de su vida: una carrera militar ascendente, un desempeño brillante en la Secretaría de Trabajo y Previsión que lo había catapultado a la vicepresidencia de la Nación, viudo de su anterior matrimonio y en pareja con una actriz rubiecita, con conciencia política, que venía en ascenso. Un sueldo y una pensión que le permitía calcular un plácido retiro. No era un mal inventario para un hombre común.

Pocos hombres llegan a los cincuenta años con una vicepresidencia en el currículum vitae. Perón, aunque quisiera más -un hombre siempre quiere más- , lo sabía. Y así lo escribió.

Imaginemos la escena: el hombre con su nariz aguileña, su perfil aindiado, el corte de cabellos marcial, sentado en su calabozo improvisado, con el sol entrando por la ventana y el rasgueo de la pluma sobre la hoja.

Se detiene, respira hondo y escribe con inmensa ternura: “Mi adorable tesoro: sólo cuando estamos apartados de quienes amamos, sabemos cuánto les amamos. Desde que te dejé ahí, con el mayor dolor que se pueda imaginar, no he podido sosegar mi desdichado corazón. Ahora sé cuánto te amo y que no puedo vivir sin ti. Esta inmensa soledad está llena de tu presencia. Tan pronto salga de aquí, nos casaremos y nos iremos a vivir en paz a cualquier sitio… Dile, por favor, a Mercante que hable con Farrell para saber si autorizan que nos vayamos a Chubut. Amor mío, tengo en mi cuarto aquellas pequeñas fotos tuyas y las contemplo todos los días con los ojos húmedos. Que no te pase nada o, de lo contrario, mi vida habrá acabado. Cuídate mucho y no te preocupes por mí, pero quiéreme mucho porque necesito tu amor más que nunca… Escribiré un libro sobre todo esto… Lo malo de este tiempo y especialmente de este país, es la existencia de tantos idiotas y, como sabes, un idiota es peor que un canalla… Muchos, muchísimos besos a mi queridísima chinita”.

Más allá del amor común de ese hombre de poder -ese amor que los de a pie nunca les otorgamos a los que hacen la historia-, lo definitivo en esas letras precisas es que se trata de un hombre derrotado, un hombre que apenas quiere dejar testimonio de su paso por la historia y empezar una nueva vida en el sur profundo.

Es un hombre que no sabe que está en sus vísperas, que no puede ver que está en el ayer más importante de su vida. Tres días después, claro, en ese revoltoso y sublevante 17, su vida y la de millones de argentinos iba a ser trastocada para siempre.

Apenas tres días antes de hender la historia del siglo XX en dos, Perón le escribía a su “chinita” que quería irse a terminar sus días en Chubut. Jorge Luis Borges -algo bueno ocurrió en este país para que ahora se pueda jugar a las paradojas con nombres odiados entre sí- escribió que “la verdadera historia es pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas”.

Borges negaba la posibilidad de escribir, como lo hizo Johann Wolfgang Goethe: “En este lugar y el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen”.

Yo amo ciertas vísperas. Me regodeo en esas esperanzas, me deleito con el callado trabajo de la incertidumbre, con el pertinaz sudor con que la historia talla ciertos días. La vida es bella por su posibilidad de mañanas. Y por la amenaza que significa cada momento.

Borges dice que no hay instante que no esté cargado como un arma, y que a cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya. Celebro los ayeres como manojos de promesas.

Porque ninguno de nosotros sabemos en el ayer de qué nos estamos moviendo. Y porque, como dice el refrán, nadie muere en las vísperas. Ergo, la vida no es otra cosa que una colección de humildes y silenciosos ayeres.

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