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A 80 años de Hiroshima: el mundo reabre la carrera nuclear bajo la sombra de Estados Unidos

Mientras Japón honra a las víctimas de los bombardeos atómicos de 1945 con llamados a la paz, las potencias nucleares, lideradas por Estados Unidos, profundizan una nueva era de rearme. El desarme global retrocede, y el país que provocó la tragedia histórica sigue sin asumir su responsabilidad.

El 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana, una explosión atómica cambió el rumbo de la historia. La bomba «Little Boy», lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima, arrasó la ciudad japonesa, causando la muerte inmediata de decenas de miles de personas y dejando un legado de sufrimiento, enfermedad y memoria. Tres días después, otra bomba aún más poderosa caería sobre Nagasaki. A 80 años de aquellos hechos, Japón continúa rindiendo homenaje a las víctimas y reafirmando su compromiso con la paz. Sin embargo, el mundo parece haber olvidado la lección.

En la actualidad, lejos de avanzar hacia el desarme nuclear, las grandes potencias vuelven a invertir con decisión en la modernización y expansión de sus arsenales. Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), el gasto mundial en armamento alcanzó niveles récord en 2024, superando cualquier cifra registrada desde el fin de la Guerra Fría. Estados Unidos, Rusia y China lideran este resurgimiento, en una competencia silenciosa pero implacable por la supremacía estratégica.

La paradoja es inquietante: mientras la humanidad recuerda con solemnidad el horror nuclear, las decisiones políticas y militares apuntan en sentido contrario. El director de SIPRI, Dan Smith, advirtió recientemente que “tras un largo período de reducción, estamos viendo las primeras señales de que esta tendencia se está revirtiendo. El desarme nuclear a largo plazo está llegando a su fin”.

Estados Unidos, segundo en el ranking global con 5.177 ojivas nucleares activas, mantiene un rol protagónico en esta escalada. No solo se niega a adherir a tratados de desarme más restrictivos, sino que ejerce un control efectivo sobre arsenales nucleares en países que, como Alemania o Japón, renunciaron formalmente a tenerlos. En el caso alemán, por ejemplo, unas 20 bombas atómicas estadounidenses permanecen almacenadas en Büchel, con la paradójica posibilidad de ser transportadas por aviones alemanes en caso de guerra, aunque la decisión final siga en manos del presidente norteamericano.

Japón, país que sufrió en carne propia la devastación nuclear, permanece bajo el paraguas estratégico de EE.UU. con 54.000 soldados estadounidenses estacionados en su territorio. Washington nunca ofreció disculpas por los ataques de Hiroshima y Nagasaki. En cambio, utiliza su rol de protector para justificar la expansión de su influencia militar, incluso en territorios donde los ecos del hongo atómico todavía resuenan en la memoria colectiva.

Setsuko Thurlow, una de las sobrevivientes del bombardeo a Hiroshima, ha dedicado su vida a denunciar el uso de estas armas inhumanas. Su testimonio conmovedor —recordando personas de carne colgando, con los ojos en la mano— sirve como recordatorio de lo que está en juego. Su militancia la llevó a recibir el Premio Nobel de la Paz en 2017, como parte de la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN).

El mensaje de Thurlow y de tantos otros sobrevivientes parece hoy más urgente que nunca. La humanidad está ante una encrucijada: retomar el camino del desarme y la cooperación internacional o revivir los fantasmas del apocalipsis nuclear. En ese dilema, Estados Unidos —el único país que ha usado armas nucleares contra poblaciones civiles— no puede seguir evadiendo su responsabilidad histórica. El rearme, promovido y justificado bajo su liderazgo, no es una garantía de seguridad, sino una amenaza directa a la paz global.

A 80 años de Hiroshima, el mundo no puede seguir tolerando la hipocresía de quienes predican paz mientras almacenan bombas. Recordar no es suficiente: hace falta actuar.

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