El periodista de la agencia Télam describe en su texto una serie de episodios ocurridos en un remoto territorio austral y que originó el conflicto bélico que en 1982 sostendrían Argentina e Inglaterria por la soberanía de las Islas.
El periodista de la agencia Télam Felipe Celesia describe en el libro “Desembarco en las Georgias. Intimidad de un bautismo de fuego”, una serie de episodios ocurridos en un remoto territorio austral y que originó el conflicto bélico que en 1982 sostendrían Argentina y Gran Bretaña por la soberanía de las Malvinas y las islas del Atlántico Sur.
La clase obrera va a la guerra. Trabajadores, militares y aventureros en el inicio del conflicto del Atlántico Sur. Febrero en librerías. pic.twitter.com/XiKXT0TSXT
— Felipe Celesia (@fcelesia) February 1, 2022
El siguiente es un adelanto exclusivo de un capítulo titulado “24 de Marzo”, que compone la obra elaborada por el también escritor e investigador y publicada recientemente por editorial Paidós, a pocas semanas de cumplirse 40 años del comienzo de la guerra de Malvinas.
ADELANTO EXCLUSIVO DEL CAPÍTULO “24 DE MARZO”
En los primeros minutos del sexto aniversario del golpe de Estado de 1976, sonaron unos golpes inesperados en la puerta de la casa amarilla. Los que aún estaban despiertos supusieron que sería el viento porque los compañeros entraban en la casa sin golpear. Otros tres golpes repitieron el llamado, esta vez con más fuerza. Carlitos se acercó a la puerta con una linterna.
– ¿Quién es?
– Somos los amigos…
– ¿Qué amigos?
– Armada Argentina.
En la puerta estaba (el teniente Alfredo) Astiz con la cara pintada y el FAL colgando del hombro. Detrás estaban sus hombres en plan despliegue táctico. Preguntó si había armas y pidió que todos los trabajadores y responsables de logística se juntaran en veinte minutos en la casa para una reunión informativa. Llegaban, dijo, a protegerlos.
Astiz y su tropa venían de asistir a un casamiento en la base Esperanza y de dejar pertrechos en las Orcadas, pero el derrotero que lo llevó hasta Puerto Leith (Georgias) fue bastante más largo y sinuoso. El 5 de enero la Junta Militar había decidido suspender la operación Alfa para no complicar las gestiones diplomáticas abiertas con los británicos por los territorios en el Sur. Esta decisión había sido ratificada el 2 de febrero y la misión había sido anulada definitivamente el 16 de marzo, por pedido del almirante (Juan José) Lombardo, para no complicar la toma de las Malvinas que la Junta Militar había decidido en diciembre, o al menos ese fue el trámite que consignaron en los documentos reservados. Pese a las directivas escritas, el contralmirante (Edgardo) Otero decidió embarcarlos igual en el Bahía Paraíso como medida «preventiva».
La reacción británica al desembarco obrero en Puerto Leith habilitó reactivar el plan que, en los hechos, nunca se desactivó y allí fueron Astiz y sus hombres no ya para instalar una base científica sino para dar protección a los civiles argentinos y, eventualmente, resistir el plan de desalojo que el Reino Unido había puesto en marcha enviando al Endurance con marines a bordo.
El rompehielos de su majestad había zarpado el 21 por la mañana de Stanley y el Bahía Paraíso un día después desde las Orcadas, más cercanas a las Georgias, es decir que podrían haber coincidido en la llegada a Leith, con consecuencias imprevisibles, si no fuera porque los británicos se desviaron a último momento hacia Grytviken, en atención a las tratativas para que los argentinos se fueran por propia voluntad.
El capitán Nick Barker y el jefe de los marines, el teniente Keith Mills, se sintieron bastante frustrados de no poder llevar a cabo el plan de desalojo que tan cuidadosamente habían preparado.
Los veinte minutos que había fijado Astiz para el encuentro con los chatarreros terminó siendo una hora porque querían que la encabezara (el capitán de navío César) Trombetta, quien, por alguna razón desconocida, no bajó en lancha sino en helicóptero. Los soldados marcaron con bengalas un terreno abierto no muy lejos de la casa amarilla y así hizo su entrada, ciertamente espectacular, el comandante del Grupo Naval Antártico.
Los muchachos recibieron entonces el segundo discurso de corte patriótico del viaje, primero había sido (el capitán) Niella en el Buen Suceso y ahora le tocaba a Trombetta. La línea argumental fue parecida, que su valor por acometer esa misión era encomiable, que estaban haciendo Patria y que les dejaba para su protección «a lo mejor de la Armada». A su lado, Astiz inflaba el pecho. A los chatarreros, el nombre y la cara del teniente no les decía nada. Para ellos era un completo desconocido.
El estado de situación que les transmitió Trombetta generó reacciones diversas en los muchachos. A pesar de que todos estaban preocupados por la situación, algunos sintieron que estaban llamados a defender la bandera y se ofrecieron como voluntarios si finalmente había un enfrentamiento. Otro grupo, por el contrario, se sentía engañado y traicionado: no habían ido a pelear ninguna guerra, por más justa que fuera, sino a ganarse la vida con su trabajo.
Estos últimos pidieron volver en el Bahía Paraíso, pero Trombetta dijo que no era posible porque el buque debía seguir operando en la zona. El mejor lugar para ellos era exactamente donde estaban, les aseguró.
Esa madrugada, la casa amarilla fue la jabonería de Vieytes en territorio de ultramar. La sensación era que la revancha británica no iba a tardar en llegar. El joven Costa aportó una caracterización que tuvo bastante aprobación: «Esto es como robarle la pipa a tu abuelo pero que sepa que fuiste vos y dónde está», decía y generaba risas nerviosas.
Casi nadie logró dormir con el trajín del desembarco militar, mucho menos los franceses que estaban amarrados al muelle y fueron los primeros en tomar contacto con los marinos. Una de las lanchas les pegó un tremendo golpe en el casco. Se despertaron alarmados suponiendo que los había embestido una ballena. Asustados y todavía medio dormidos se asomaron a la cubierta y se encontraron con un reflector muy potente que los cegaba. Detrás de la luz estaba Astiz, quien en un francés muy correcto, les prohibió usar la radio y les pidió que le explicaran qué hacían allí.
El despliegue militar fue impresionante y se extendió toda la noche. Para bajar el equipo usaron las cuatro lanchas de desembarco del Bahía Paraíso, con una capacidad de carga de cinco toneladas. En oleadas ininterrumpidas fueron bajando municiones, explosivos, víveres para un año, combustible, la casa prefabricada, un quirófano de campaña y hasta un proyector de 16 milímetros con cuatrocientas películas. Los obreros colaboraron con su maquinaria y su propio esfuerzo en la tarea de acarreo.
Pasada la sorpresa inicial, con el operativo de descarga en marcha y más distendido, Astiz les confesó que habían pasado un momento de zozobra él y sus hombres cuando se acercaban en las lanchas y vieron de pronto que las luces de la isla se apagaban (…).
(…) Los militares se instalaron en el hospital, una construcción de dos pisos sobre un zócalo de hormigón, y montaron su base con todo lo que necesitaban, incluso su propia cocina. Astiz les ordenó a sus hombres que ya no se afeitaran y no vistieran el uniforme, al menos completo, para mimetizarse con los civiles (…)
A partir de entonces el hospital pasó a llamarse «Suat», en alusión irónica a la serie de acción policial S.W.A.T. En las radios de la isla seguían escuchándose malas noticias.
Los lores británicos habían tenido una sesión muy patriótica y cuidadamente emocional el día anterior en la que presionaron al Foreign Office para que desalojara inmediatamente a los obreros y pidieron mayor presencia militar ya que el Endurance, por tratarse de un transporte polar bajo el tratado antártico, no estaba artillado.
Los medios británicos informaban de la partida hacia las Georgias del destructor Exeter, del submarino nuclear Superb y del portaaviones Invincible. Una avanzada preocupante si la versión era cierta.
Para peor, el canciller del gobierno de facto, Nicanor Costa Méndez, respondió al pedido de desalojo del embajador Williams diciendo que los trabajadores no serían retirados ni se permitiría su evacuación por la fuerza. Canoro – como le decían sus amigos- contradecía así la propuesta que venía trabajando con el embajador para que los hombres de Davidoff se acercaran a Grytviken, sellaran sus cartas blancas y el asunto quedara superado.
El canciller (británico) Carrington veía positivamente esta solución y suponía que podía conformar a su gobierno y a su compatriotas, aun cuando el clamor de la clase política y la prensa por desalojarlos era muy alto. Pero la Junta no estaba dispuesta a ceder ante los británicos, reconociéndoles autoridad en ese territorio en disputa, cuando la toma de Malvinas estaba en marcha. Georgias perdería centralidad ante el desembarco, sopesaron los militares argentinos. Astiz y los obreros, en tanto, deberían rebuscárselas (…).
(…) Militares y civiles venían haciéndolo bastante bien. Los alfa estaban plenamente acomodados, solo faltaba la electricidad que Pérez y Mileti debían conectarles, y estaban arrancando a preparar el terreno para la defensa. Mientras, la cuadrilla que había resuelto la falta de cocina iba por más y construía un horno de barro para poder hacer pan. El panadero sería el único de la isla que sabía de eso, Miguel Ángel Chai, 22 años, dos hijos, y con experiencia como ayudante de panadería.
Los franceses, en tanto, querían irse pero necesitaban los materiales que les habían prometido. Carlitos se hizo cargo de esa gestión. A los tres franceses, pero a Serge en especial, le preocupaban las derivaciones del conflicto en ciernes. El hecho de que los argentinos hubieran desembarcado soldados en territorio británico le resultaba, como mínimo, una irresponsabilidad y, como máximo, una estupidez. Ya con más confianza, le planteó a Astiz sus temores y pareceres. El teniente le respondió airadamente que no se preocupara, que «los argentinos tenemos la mejor Marina del mundo», y que no le tenían «miedo a los ingleses».
Al francés la necedad de Astiz le pareció suicida, pero no insistió. El tema bélico no era lo suyo, ni tampoco tema de los obreros. Ya verían los militares qué hacían con el conflicto. En tanto, los técnicos del grupo estimaban que al día siguiente se podría arrancar a desmontar las instalaciones.
Las jornadas se organizaron del siguiente modo. Los generadores se encenderían a las 5. A las 6:30 se serviría el desayuno(…)
(…) Poco después de las 17, cuando caía la tarde de aquel día accidentado, Carlitos agarró la guitarra y se fue para la playa. No hacía mucho frío y distraído en sus pensamientos comenzó a rasgar las cuerdas hasta que percibió que algo se acercaba. Un pingüino juanito se arrimaba con su paso chueco atraído por el sonido de la guitarra. Carlitos siguió tocando y al rato eran una docena los oyentes que lo rodeaban. Tenía público y muy
atento. Nada mal para un lugar tan desolado. En pleno concierto notó que se acercaba alguien más, bastante más grande que los retacones juanitos. Pensó que podía ser un lobo de dos pelos, pero era demasiado alto. Ni pingüino ni lobo, era Astiz.
– ¿Alguna de Spinetta sabés? – pidió el teniente.
Carlitos tocó una del Flaco y después siguió con «Rasguña las piedras» de Sui Generis. Con esa que sabían todos, más relajado,
Astiz acompañó y la cantaron completa.
– Espero que como militar afines mejor… – lo gastó el guitarrista.
El rubio le caía bien. Siempre sonreía, podía charlar de cualquier cosa y remataba sus frases con algún chiste. No era, a los ojos de Carlitos, el típico milico bruto y autoritario. Todo lo contrario. Aprovechando el momento de intimidad, Carlitos sinceró sus temores y le pidió que los sacara de ahí antes de que fuera demasiado tarde.
– No lo dudes – respondió- , ante el menor peligro está el Bahía Paraíso para evacuarlos. Te cuida la Armada Argentina. Podés estar tranquilo (…)
(…) En el desayuno del jueves primero de abril, los muchachos se enteraron de la brutal represión al paro con movilización que había convocado la CGT y que la Royal Navy había enviado otro submarino nuclear, el Splendid, hacia la isla. El grupo no estaba sindicalizado, pero muchos se sentían deudores de la lucha que venían desplegando los sectores sindicales contra la junta militar. El tema del submarino parecía muy serio y lo era por lo que se avecinaba. Un día antes, la inteligencia británica había confirmado y comunicado al gobierno de Margaret Thatcher que, efectivamente, ahora sí y sin más amagues, los argentinos invadirían las Falklands el 2 de abril (…)