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Durante las dictaduras, la represión y la tortura no conocían fronteras

El coronel retirado Paulo Malhaes fue el primer represor brasileño que admitió su participación en secuestros, torturas y ejecuciones. El teniente coronel Eduardo Stigliano se autoincriminó en 53 asesinatos cometidos cuando estaba en Campo de Mayo. Ambos secuestraron y mataron a dos militantes montoneros en Rio de Janeiro.


El coronel retirado del Ejército de Brasil, Paulo Malhaes. (Foto: Comisión Nacional de la Verdad)

POR RICARDO RAGENDORFER

Ese tipo dejó de existir a los 76 años en su casa de Nova Iguaçu, una localidad de la Baixada Fluminense, en el estado de Río de Janeiro. Era el 25 de abril de 2014. Su cadáver quedó en el piso del dormitorio, boca abajo, con el rostro pegado a una almohada. Según la policía carioca, tal habría sido el epílogo de un asalto efectuado por tres encapuchados, y que tuvo por botín algunas armas de colección. Sin embargo –según la esposa, quien permaneció encerrada en otro cuarto–, los intrusos también se llevaron las computadoras del difunto y documentación. Ella aseguró que habían recibido un mensaje por handy: “¿No lo han matado todavía? ¡Esto se demora! ¡La orden es matarlo!”.

Hubo otro detalle que enrarecía la hipótesis del robo: la víctima era el coronel retirado del Ejército de Brasil, Paulo Malhaes.

Apenas unas semanas antes se había convertido en el primer represor de ese país que había admitido su participación en secuestros, torturas y ejecuciones durante la dictadura que lo gobernó entre 1964 y 1985.

Su testimonio ante la Comisión Nacional de la Verdad –volcado en una desgrabación de 232 páginas– abarca desde sus tareas cumplidas en la Casa de la Muerte, un centro clandestino de exterminio en Petrópolis, a 60 kilómetros de Río de Janeiro, hasta las técnicas que ideó para impedir la identificación de las víctimas mediante mutilaciones post mortem. Tampoco ocultó su papel en el Plan Cóndor –con agentes argentinos del Batallón 601–, entre las cuales hay acciones contra militantes montoneros, durante la Contraofensiva.

En este punto, es necesario cruzar su relato con otra historia.

El verdugo alicaído

El integrante de la conducción nacional de Montoneros, Horacio Mendizábal, que fue acribillado en Munro.

El pacto de silencio entre los represores vernáculos de la última dictadura y la destrucción o el ocultamiento de los archivos sobre la denominada “lucha antisubversiva” hicieron que tanto la reconstrucción de su esquema operativo como la identidad de sus hacedores dependieran principalmente del testimonio de sobrevivientes. Pero hubo excepciones.

Lo cierto es que la desclasificación y el análisis de legajos del personal del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea –realizados entre 2011 y 2016 por el Archivo Nacional de la Memoria (ANM) y la Dirección Nacional de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia– abrieron el acceso a nuevos nombres y datos del terrorismo de Estado; en especial, al evaluarse las condecoraciones por “actos de servicio” y los reclamos administrativos por traumas mentales y enfermedades de “guerra”.

Es en tales papeles donde aflora la figura del teniente coronel Eduardo Stigliano –fallecido por causas naturales en 1993–, cuyo expediente terminó incorporado a la Causa 4012, sobre los crímenes cometidos en jurisdicción del Comando de Institutos Militares con asiento en Campo de Mayo.

Cabe resaltar que aquel sujeto era proclive a la mala suerte. Tanto es así que su historia clínica registra la siguiente circunstancia: “El 17 de septiembre de 1979 fue asistido a raíz de una perforación en su mano izquierda por una esquirla de granada con entrada en el dorso y salida por la palma, a la altura del dedo índice, al cumplir el causante una misión de combate”.

El exdiputado Armando Croatto murió junto a a Mendizábal.

Ello tuvo lugar cuando una patota militar a sus órdenes emboscó en la localidad de Munro al integrante de la conducción nacional de Montoneros, Horacio Mendizábal, y al ex diputado Armando Croatto. Ambos resistieron. El tiroteo fue breve, y concluyó luego de que Mendizábal arrojara la granada en cuestión, al ser ellos abatidos.

No fue la primera herida de Stigliano, dado que el 26 de marzo de 1976, cuando fungía como flamante interventor de la comisaría de Escobar –donde prestaba servicios Luis Patti–, encabezó un operativo en una casa de la zona. Si bien se desconoce la identidad de sus ocupantes y la suerte que corrieron, en la historia clínica del teniente coronel quedó asentado que desde el interior de la vivienda fue disparada “una bala de 9 milímetros con punta hueca que le ingresa por detrás y le sale por la región deltoidea anterior, en circunstancias que el causante cumplía una misión de combate”.

Ya después del indulto a los represores firmado por el presidente Carlos Menem, él se encontraba muy alicaído, con un cuadro depresivo creciente y aprisionado por pesadillas. Entonces hizo un reclamo administrativo para así obtener un plus salarial por “invalidez y neurosis de guerra”.

El revelador testimonio del teniente coronel Eduardo Stigliano.

Los ya amarillentos papeles presentados por él en 1991 ante el Estado Mayor General del Ejército (EMGE) constituyen, por su gran valor histórico y judicial, uno de los documentos más estremecedores del período más ominoso de la historia argentina. Allí él se autoincrimina en 53 asesinatos.

Reconoce su participación en secuestros y ejecuciones callejeras de jefes montoneros. Revela el accionar de un grupo de tareas hasta entonces desconocido, con base en Campo de Mayo. Describe fusilamientos ante todos los jefes del área. Admite los vuelos de la muerte (tres años antes de que lo hiciera el oficial de la Armada, Adolfo Scilingo) Y relata una visita del teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri al centro de exterminio El Campito. Sobre esto, señaló: “Su propósito era charlar con el delincuente subversivo ‘Petrus’, capturado por una sección a mis órdenes”.

Su narración al respecto bastó para echar luz sobre los últimos instantes vividos por Horacio Domingo Campiglia, nada menos que el responsable de la inteligencia montonera, quien fue secuestrado el 12 de marzo de 1980 en el aeropuerto de Río de Janeiro junto con Mónica Susana Pinus de Binstock, tras ser bajados a golpes por un grupo de agentes argentinos con la colaboración y cobertura de efectivos del ejército local. Ahora se sabe que Stigliano era quien allí llevaba la voz cantante, “junto a un jefe militar brasileño”, según el escrito presentado ante el EMGE.

A 23 años de tal confesión administrativa, el coronel Malhaes reveló en su testimonio ante la Comisión Nacional de la Verdad que este último no era otro que él.

El pecado de la indiscreción

Ya después del indulto a los represores firmado por el presidente Carlos Menem, él se encontraba muy alicaído, con un cuadro depresivo creciente y aprisionado por pesadillas. Entonces hizo un reclamo administrativo para así obtener un plus salarial por “invalidez y neurosis de guerra”.

Mónica Pinus y Horacio Campiglia fueron emboscados tras arribar al aeropuerto de Rio de Janeiro.

Campiglia, de 31 años, había integrado las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Ya en Montoneros, fue sumado en 1977 a su conducción nacional. Y junto al resto de esa cúpula se estableció en México. Allí residía con su pareja, Pilar Calveiro. Ella, que estuvo cautiva durante un año en la Esma y había sido liberada meses antes, lo acompañó el 11 de octubre de 1980 al aeropuerto Benito Juárez, del Distrito Federal, ya que él debía viajar clandestinamente a la Argentina.

De modo que esa mañana abordó un vuelo con escala en Panamá para llegar a Río de Janeiro. Y al alba del día siguiente, arribó al aeropuerto de Galeão con Mónica, de 27 años, ex estudiante de Sociología. No imaginaban que allí caerían en una trampa en el marco del Plan Cóndor.

Siempre según el testimonio Stigliano, cuando Campiglia languidecía en aquella cárcel secreta de Campo de Mayo, Galtieri se dejó caer allí al sentir un deseo casi deportivo de conocer a su enemigo en cautiverio. Stigliano asentó este detalle en su reclamo únicamente para señalar que, en esa ocasión, Galtieri se interesó por su herida en la mano.

Campiglia y Mónica fueron ejecutados poco después.

También se conocen otros detalles de aquel operativo por un documento desclasificado que la Embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires envió el 7 de abril de 1980 al Pentágono. Dicho paper da cuenta de una entrevista entre James Blaystone –el oficial de seguridad asignado a dicha legación– y el agente del Batallón 601, Julio Cirino.

Su letra recaba el relato de éste al respecto: “Ante la información de que Campiglia (numero 4 o 5 en la estructura montonera) haría escala en Río de Janeiro, la Inteligencia militar argentina contactó a un colega de la Inteligencia militar brasileña para capturarlo. Brasil otorgó el permiso y un equipo especial de agentes argentinos voló a Río en un avión C130 de la Fuerza Aérea bajo el mando del teniente coronel ‘Román’ (el alias de Stigliano).

Stigliano murió sin que sus plegarias administrativas fueran atendidas por el EMGE.

Lo de Río de Janeiro fue parte de la llamada “Operación Murciélago”, que concluyó con la captura de otros trece militantes que volvían al país para iniciar un foco de resistencia armada contra la dictadura. Por este asunto, un grupo de militares encabezados por el ex jefe del Ejército Cristino Nicolaides fue condenado en 2007 a prisión perpetua. Galtieri no estuvo entre ellos, ya que la muerte –a comienzos de 2003– lo eximió de ocupar el banquillo.

A casi 23 años de las confesiones de Stigliano, el coronel Malhaes supo decir en tal sentido: “Intervine junto al mayor Enio Pimentel en el secuestro de dos militantes argentinos capturados en Río el 12 de marzo de 1980”.

El pecado de la indiscreción lo había vuelto a unir con Stigliano después de tanto tiempo, aportando así la última pieza de aquel rompecabezas teñido de sangre. Un rompecabezas que, tardíamente, también lo costó la vida a él.

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