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Crucero General Belgrano: la nobleza de un buque “que supo ser hogar”

El General Belgrano, de origen estadounidense, botado en la 2° Guerra Mundial que salió indemne del ataque japonés a Pearl Harbour, no podía detectar la presencia de submarinos y no tuvo posibilidad de anticiparse al ataque.

POR LAURA POMILIO Y AGUSTINA PASARAGUA

Este lunes se cumplirán 40 años de la mayor tragedia naval en la historia de la Armada argentina, un hecho que marcaría un antes y un después en la guerra de Malvinas: el hundimiento del crucero ARA General Belgrano, en el que perdieron la vida 323 tripulantes y 770 lograron sobrevivir no solo al ataque con dos torpedos, producido el 2 de mayo de 1982, sino también a la tormenta y las bajas temperaturas en altamar que los pondrían a prueba hasta su rescate.

El día anterior al ataque, el General Belgrano, que cumplía la tarea de interceptar comunicaciones británicas a fin de identificar los movimientos del enemigo, había recibido órdenes para patrullar las aguas al sur de Malvinas junto a los destructores Piedrabuena y Bouchard, en una zona fuera del área de exclusión militar de 200 millas de radio fijada de forma unilateral por el Reino Unido.

A bordo del ARA General Belgrano el clima era tranquilo y de mucha camaradería entre sus 1093 tripulantes quienes, previo al conflicto bélico, habían realizado en su mayoría varias navegaciones y múltiples simulacros de combate y de abandono del buque; esos ejercicios serían fundamentales para ganar valiosos minutos y salvar la vida de muchos luego del ataque británico.

A seis horas del naufragio se ordenó la operación de búsqueda y rescate de posibles sobrevivientes en la que participaron buques y aeronaves bajo la consigna de “no dejar a ningún marino atrás”

“Se había formado un lindo grupo, hasta fraternal diría. Éramos muy jóvenes pero en cuanto zarpamos el 16 de abril, ya iniciado el conflicto, lo tomamos con normalidad y mucha responsabilidad”, recordó Carlos Acosta, sobreviviente de la 6° división de artillería del crucero, oriundo de la localidad santafesina de Arocena.

“Como estábamos lejos de Malvinas el clima era tranquilo, era una zona de exclusión. Me acuerdo nítidamente cómo el teniente Gilli nos recordaba, al formar a viva voz, ‘¡Estamos en guerra, señores!’ y yo no quería escucharlo, ‘guerra’ era una palabra muy fuerte para mí”, rememoró en diálogo con Télam Héctor Spesot, uno de los radiotelefonistas del Belgrano, proveniente del pequeño pueblo santafesino de Lanteri.

El General Belgrano, un crucero de 13.500 toneladas de origen estadounidense botado en la 2° Guerra Mundial que salió indemne del ataque japonés a Pearl Harbour, no contaba con sonar para detectar la presencia de submarinos, por lo que no pudo identificar a tiempo la amenaza del submarino nuclear HMS Conqueror de la Marina británica, que lo acechaba a 400 millas y tras 30 horas de seguimiento.

Algunas condiciones jugaron a favor de los sobrevivientes, como la forma lenta y gradual en que se hundió el crucero

Al recibir la orden de atacar, a las 16:02 del domingo 2 de mayo de 1982, el Conqueror disparó 3 torpedos Mark-8: el primero impactó en la sala de máquinas y el segundo destruyó la proa del General Belgrano, mientras que el tercero intentó dañar al destructor Bouchard pero, sin dar en el objetivo, explotó a 100 metros de ese buque algunos minutos después.

El ataque tomó por sorpresa a los tripulantes del Belgrano; algunos, como Acosta, recién tomaban su guardia y en un primer momento lo atribuyeron a una incursión aérea; otros, como Spesot, pensaron que “habían chocado contra algo contundente”, por el freno en seco de la marcha del barco. El presentimiento, en cualquier caso, fue el mismo: “la situación era grave”.

“Cuando escuché el impacto del primer torpedo pensé que se trataba de un ataque aéreo, porque al pegar en la zona que no estaba acorazada del barco fue como si nos sacaran del piso de un golpe, medio metro para abajo. Yo acababa de tomar mi turno, estaba en la sala de máquinas, abajo, en la ‘panza’ del barco”, describió Darío Volonté, por entonces maquinista naval del Belgrano, hoy un cantante lírico reconocido en todo el mundo.

Volonté ayudó a sus compañeros heridos, quemados, con heridas de distinta gravedad, a abandonar la sala de máquinas hasta llegar a cubierta.

El destructor Piedrabuena, con 300 tripulantes a bordo, pudo salvar a alrededor de 270 sobrevivientes; el Gurruchaga rescató a 360 náufragos, más de cuatro veces su dotación

Las balsas ya se encontraban asignadas y preparadas para albergar a grupos de veinte tripulantes; estaban equipadas con elementos de supervivencia, como instrumentos de pesca, caramelos concentrados, agua y un botiquín de primeros auxilios.

El simulacro de abandono esta vez era real. Según lo aprendido en los entrenamientos, los marineros se dispusieron a abordar las balsas durante esa hora que “la nobleza del Belgrano les dio”, describió Volonté, para poderlo evacuar antes de que se hundiera 4200 metros bajo el mar, en el fondo de la cuenca de Los Yaganes, al sur de las Malvinas, en el Atlántico Sur.

Algunas condiciones jugaron a favor de los sobrevivientes, como la forma lenta y gradual en que se hundió el crucero, o el hecho de que las llamas producidas por la explosión de los torpedos se mantuvieran en su interior y no se propagaran sobre el combustible desparramado por el agua que circundaba las balsas.

“Siempre digo que el Belgrano fue un caído más de Malvinas; peleó con nosotros y al momento de hundirse, por la forma en la que lo hizo, como un tirabuzón, no produjo esa presión ni esa succión que se hubiera llevado con él las balsas que flotaban a su alrededor, lo que hubiera provocado muchas más muertes. Se fue solo”, revivió Volonté.

Del rescate participaron por mar los destructores ARA Piedrabuena y ARA Bouchard, el aviso ARA Gurruchaga y el buque polar convertido a hospital ARA Bahía Paraíso

Ante esa imagen del Belgrano hundiéndose lentamente, Spesot recordó la sensación que lo invadió: “El General Belgrano se fue al agua despacio y en ese momento no quise verlo; todo lo que teníamos ahí adentro se fue con el barco, que supo ser nuestro segundo hogar, donde estábamos protegidos por algo. Pero cuando desapareció el barco y no veíamos tierra, me agarró una desolación terrible”.

Una tormenta feroz azotó las balsas a partir de la tarde y a lo largo de la noche de ese domingo, lo mismo durante toda la madrugada del 3 de mayo: olas enormes, vientos de hasta 120 kilómetros por hora sumado a una sensación térmica que, se estimó, oscilaba entre los 10 y 20 grados bajo cero, pusieron a prueba la resiliencia de los sobrevivientes, que que estuvieron entre 20 y 43 horas en altamar hasta ser rescatados.

“A mi me tocó estar en 3 balsas: la primera se rompió por el impacto al chocar contra el buque, quedamos en el agua y nadamos hasta otra balsa. Al subir estaba en malas condiciones, perdía aire -en ese momento vimos hundirse a nuestro querido barco- entonces el guardiamarina pensó la posibilidad de acercarnos a otra balsa. Entre tantos heridos, logramos con las manos fuertes -a pesar de estar a la merced del mar con un temporal terrible- amarrarnos a otra balsa”, relató a Télam el radiotelegrafista comunicante Jorge Alfredo García, procedente de Salta, quien aseguró que esa noche fue “la más larga de su vida”.

Desde Río Grande, la Escuadrilla Aeronaval de Exploración desplegó sus aeronaves Neptune, claves para el avistamiento de las primeras balsas

A seis horas del naufragio se ordenó la operación de búsqueda y rescate de posibles sobrevivientes en la que participaron buques y aeronaves bajo la consigna de “no dejar a ningún marino atrás”.

Del rescate participaron por mar los destructores ARA Piedrabuena y ARA Bouchard, el aviso ARA Gurruchaga y el buque polar convertido a hospital ARA Bahía Paraíso; por aire, desde Río Grande, la Escuadrilla Aeronaval de Exploración desplegó sus aeronaves Neptune, claves para el avistamiento de las primeras balsas -que ya se habían alejado unos 80 kilómetros al sureste del lugar del hundimiento- durante el mediodía del lunes 3 de mayo.

“Era más o menos el lunes al mediodía cuando pasó un avión, dio unas vueltas alrededor y desde la balsa tiramos pintura al agua, jugábamos con un espejo para dar luz y usábamos el kit de supervivencia con elementos para señalización para que nos vieran. Horas después, en medio de la oscuridad, vimos la luz del Gurruchaga que nos rescató; fueron nuestros ángeles de la guardia”, rememoró García.

Unos 793 tripulantes fueron rescatados de las heladas aguas del Atlántico Sur, 770 de ellos lograron sobrevivir.

El Piedrabuena, con 300 tripulantes a bordo, pudo salvar a alrededor de 270 sobrevivientes; el Gurruchaga rescató a 360 náufragos, más de cuatro veces su dotación; el Bouchard siguió rescatando náufragos pese a sufrir una avería en sus máquinas; mientras que el Bahía Paraíso pudo rescatar a los últimos 18 tripulantes con vida luego de 43 horas de intensa búsqueda.

El martes 5 de mayo, los buques arribaron a Ushuaia donde desembarcaron a los sobrevivientes para que recibieran pronta asistencia y hasta el 9 de mayo se continuó con las tareas de la búsqueda y recuperación, pero ya solo se encontraron balsas vacías o con tripulantes sin vida.

La noche más larga de sus vidas: recuerdos de sobrevivencia del crucero General Belgrano

A 40 años del hundimiento del crucero General Belgrano, en el que murieron 323 tripulantes, algunos sobrevivientes relataron a Télam “la noche más larga de sus vidas”: la odisea que debieron pasar durante más de 24 horas en altamar bajo un clima feroz, con frío y sin comida, luego del ataque británico del 2 de mayo de 1982.

A las 5 de la tarde de ese domingo 2 de mayo el crucero se hundió por completo, el tiempo empeoró y una fuerte tormenta se convertiría en el peor enemigo de quienes habían sobrevivido al impacto de los dos torpedos del submarino Conqueror.

“Acercarse a la balsa, con la tormenta y con una sensación térmica cercana a los 20 grados bajo cero era una cuestión de vida o muerte”, subrayó Darío Volonté, tripulante del Belgrano que se unió a la Marina a los 15 años para egresar como suboficial maquinista naval. Hoy es un cantante lírico reconocido internacionalmente.

En su balsa eran alrededor de 26 personas, dos de ellas estaban gravemente heridas. “Les pasábamos algún ungüento o medicamento que teníamos mientras otros sacaban agua del bote, o inflaban la balsa que por la intensidad de la tormenta se desinflaba permanentemente”, repasó el maquinista naval.

Volonté evocó con nitidez las olas de “la altura de un edificio de 3 pisos” que no dieron descanso a los sobrevivientes en una “noche que parecía nunca terminar”: “En un momento, nos tapó una ola por completo, estábamos abajo del agua y en esos segundos -que nunca pude calcular bien cuántos fueron- se me pasó por la cabeza todo el carretel de mi vida de un solo golpe”.

Asimismo, otras balsas fueron tapadas por las olas y algunas se dieron vuelta ocasionando la muerte de varios de sus tripulantes: “Durante esas 30 horas, sólo pensaba en ayudar a mis compañeros y, a la vez, en mantener el cuerpo caliente de alguna forma, en no dormirme. La verdad es que no tengo palabras para describir esa sensación”, contó Volonté.

Sobre aquellas primeras horas de espera, Héctor Spesot, radiotelefonista del Belgrano, la definió como “una noche complicada”, en la que además del frío y el viento había “olas de agua enormes que nos levantaban y nos tiraban para el otro costado de la balsa”, detalló.

Sin embargo, Spesot confió que en ese momento él no dimensionaba lo que estaba pasando: “Pensaba cómo iba a contar lo ocurrido cuando llegara a mi casa porque mi familia no podía verme, ni tenía noticias mías”.

Otro de los momentos más tensos señalados por el radiotelefonista ocurrió una vez que llegó el ARA Gurruchaga al rescate: tuvo que atar la balsa al barco con una soga para que no se aleje, luego cortaron el techo de la balsa y los sacaron con redes y escaleras.

“Por el frío o nerviosismo vomité mucho; de hecho, recién en el tercer intento pude subirme con una red y agarrarme de las manos de quienes estaban esperándonos”, reconstruyó.

Una vez a salvo se encontró con los primeros sobrevivientes y luego se ubicó en el barco para poder descansar: “Recuerdo que nos quedamos sin bañarnos y estábamos desnudos porque la ropa estaba mojada. Como no daba abasto el calor del barco, me recosté en una caldera por el calor que emanaba y porque tampoco alcanzaban las camas”, recordó Spesot.

En la balsa del radiotelegrafista comunicante Jorge Alfredo García, los combatientes seguían a la espera de ser rescatados: “Había pasado un avión al mediodía pero no sabíamos nada más y el mar volvía a ponerse bravo. Rezábamos y sabíamos que no sobreviviríamos una noche más como la anterior, el frío estaba en nuestro cuerpo”, rememoró el salteño García, quien había llegado al Atlántico Sur desde el norte del país.

En un momento el cielo se oscureció y las esperanzas de los marineros parecían agotarse; sin embargo, la luz repentina del Gurruchaga motivó sus últimos alientos para intentarlo “a todo o nada”: “Con las balsas logramos llegar a la luz que veíamos y allí tuvimos que hacer una maniobra complicada”, contó el radiotelegrafista.

Primero subieron los más heridos hasta que llegó su turno, entonces tomó con fuerza la escalera para tratar de trepar con la poca energía que le quedaba.

“Me agarré de la escalera y quedé colgado porque no tenía fuerza para seguir subiendo en forma personal. Me levantaron con la escalera y ahí, por fin, estuvimos seguros. Los marineros del Gurruchaga fueron nuestros angelitos de la guardia y gracias a ello nos hicimos grandes amigos”, repasó García.

La espera sería aún mayor para el conscripto de la sexta división de artillería del buque, Carlos Acosta, y los otros quince compañeros que lo acompañaban en la balsa: “Fueron 36 horas en las que estuvimos en el mar solos, durante ese tiempo lo único que hacíamos era pelear contra las olas, arrojándonos a un lado y al otro de la balsa, con cuidado para que no se pinchara. Después todo era silencio mientras rezamos por dentro”, describió.

Finalmente, en medio del mar oscuro y desolado, una luz encandiló a la balsa de Acosta: era el faro del Gurruchaga.

“Nos rescataron a los dieciséis, nos sacaron la ropa endurecida por el frío con una navaja y nos revisaron los médicos. También nos dieron alimentos y bebidas calientes, como alcohol, hasta el otro día que desembarcamos en Ushuaia”, detalló Acosta.

“Fue una tarea titánica”: el recuerdo de un tripulante rescatista

Por Agustina Pasaragua, Ornella Rapalini y Laura Pomilio

El extripulante del destructor ARA Piedrabuena y actual presidente del Centro de excombatientes de Santa Fe, Adolfo Schweighofer, recuerda como una “tarea titánica” el rescate de los 770 sobrevivientes del Belgrano.

“A las 16 horas del 2 de mayo, personal de nuestro buque, que estaba a 5 millas de distancia del Belgrano, notó que el crucero había dejado de emitir frecuencia. Se lo llamó, pero no contestaban. Se habló con el otro buque -el Bouchard- y tampoco habían logrado contactarse con el Belgrano. Ahí es cuando se presume un ataque y suena por primera vez la alarma de combate real en el Piedrabuena para hacer las acciones que había que hacer”, relató a Télam Schweighofer sobre esos primeros instantes posteriores al ataque del Conqueror.

En las horas posteriores al impacto, tanto el ARA Piedrabuena como el ARA Bouchard debieron hacer “maniobras evasivas” para evitar ser atacados siguiendo el protocolo de la Armada para estas situaciones.

“Los atacaron a las 4 de la tarde y los dos buques que estábamos al lado hicimos navegación evasiva en zig zag a la velocidad que permitía el buque por la presencia amenazadora del submarino; podían hundirnos a nosotros también”, explicó el tripulante del Piedrabuena.

A la hora y media del lanzamiento del primer torpedo, ya con el Belgrano hundido por completo, cayó la noche en el Atlántico Sur.

Una tormenta de gran magnitud azotaba las balsas de los sobrevivientes y a los buques que realizarían las tareas de rescate: los destructores ARA Piedrabuena y ARA Bouchard, el aviso ARA Gurruchaga y el buque polar convertido a hospital ARA Bahía Paraíso.

El excombatiente santafesino describió esa noche como un momento de “incertidumbre total” porque “no sabíamos qué había pasado con el Belgrano y no podíamos prender la radio. Si lo hacíamos, nos identificaban, era como prender una luz en la oscuridad”.

“Esa noche de espera estuvimos de guardia permanente, atentos, dormitando en los pasillos, nadie podía ir a su cama. Fue tremendo. Angustia, temor, incertidumbre”, describió Schweighofer, que en ese momento tenía 20 años.

Una vez que desde Buenos Aires dieron la orden de rastrillar en la zona del Belgrano, el Piedrabuena retornó al lugar del hundimiento, pero “no había nada”, recordó el extripulante.

La Escuadrilla Aeronaval de Exploración desplegó sus aviones Neptune desde Río Grande y sobrevoló la zona para buscar sobrevivientes en una acción heroica, dado que casi se quedan sin combustible para aterrizar de vuelta en la costa.

Así logró identificar al primer grupo de balsas en altamar.

“Si no hubiera sido por ese avión, hubiera sido imposible hallarlos porque el viento y las corrientes marinas habían llevado las balsas a casi 100 kilómetros de donde había sido hundido el crucero”, explicó el santafesino.

A las 2 de la tarde del 3 de mayo, el Piedrabuena avistó la primera balsa y comenzó con un operativo de salvamento que se extendería por tres días más, hasta rescatar a un total 270 sobrevivientes, casi el doble de su dotación.

“Muchos de los que rescatamos se repusieron a las dos o tres horas y empezaron a colaborar en la tarea de rescatar y recibir a sus pares. Otros estaban gravemente heridos y algunos lamentablemente fallecieron”, recordó.

En ese momento, el Piedrabuena “quedó chico para tanta gente”: “El barco seguía buscando gente de día y de noche. Fue una tarea titánica en la que se convivió, ayudó y comió lo que se pudo, como se pudo”, concluyó Schweighofer.

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